Memorándum: Los ríos (cultura, conservación y educación)

Autor: D. Alejandro Viñuales

Un asunto tan complejo como es el de la degradación de los sistemas fluviales no puede tener una solución sencilla, entre otras cosas porque se alimenta de unos esquemas mentales propios de cazadores-recolectores, que es lo que fuimos durante la mayor parte de nuestra historia como especie, y de un modelo de desarrollo que comenzó entre los años 8.000 y 6.000 a.C., con la aparición de los primeros agricultores. Las nuevas técnicas de explotación de la tierra no ofrecían siempre una vida más fácil, pero eran indispensables para alimentar a un número creciente de población y colocaron al ser humano en una situación que ninguna otra especie había tenido anteriormente.

Todos conocemos a grandes rasgos lo que ocurrió a partir de entonces y cómo con la revolución industrial se subió, en algunos lugares privilegiados, otro escalón de la escalera que aparentemente nos independiza del entramado de especies y medio que durante 4.000 millones de años ha ido evolucionando en este planeta.

En nuestros días, y cuando un europeo medio consume tanta energía como un cachalote de 30 toneladas, se alzan voces numerosas que piden un cambio de sentido en esta carrera que consideran suicida. Desde luego, parece evidente que los efectos indeseables son ya tantos y tan graves (sobre todo teniendo en cuenta la rapidez con la que han ocurrido, excesiva para los mecanismos de adaptación de la mayoría de las especies), que urge una solución.

Es lógico suponer que un problema que tiene las raíces hundidas en nuestra historia, que está anclado en nuestros esquemas culturales básicos, y que afecta a tantos elementos esenciales para el mantenimiento de los sistemas naturales, no tiene soluciones fáciles y, si las tiene, han de partir de distintos frentes, perfectamente conjuntados, como si se tratara de los distintos cuerpos de un mismo ejército que participan en la misma batalla (y seguramente se trate ésta de la más importante guerra de la historia de la humanidad, aunque espero que en vez de hombres lo que en ella mueran sean los conceptos que nos han llevado a esta encrucijada).

Dicho lo anterior, parece lógico pensar que LA EDUCACIÓN, más como modificadora de actitudes vitales que como transmisora de conocimientos abstractos, debe jugar un papel clave en la llegada de este nuevo modelo de desarrollo compatible con la conservación de las actuales estructuras biológicas que la Estrategia Mundial para la Conservación denomina «desarrollo sostenible».

En esta última década, la importancia de lo que se conoce como EDUCACIÓN AMBIENTAL (que podemos definir como «la encaminada a conocer y actuar en favor del medio») ha crecido a la par que se ha ido concretando su marco teórico y ampliando sus modelos prácticos (aunque ya en el relativamente lejano año de 1.977, en la Conferencia de Tiblisi, se pusieron las bases de lo que debía entenderse por E.A. y cuales debían ser sus fundamentos pedagógicos). Incluso, con la última reforma educativa, la E.A. ha aparecido en los programas oficiales de enseñanza como una asignatura «transversal», que se supone que son aquellas que, aunque no tienen temario ni horario propio, deben aparecer engarzadas en el resto de las asignaturas siempre que se estime oportuno. Muy loable, aunque me temo que no es suficiente.

Pero la E.A. no se limita a la enseñanza reglada, y seguramente son organizaciones como la AEMS, pues sus miembros comparten intereses relacionados con la protección de la naturaleza, las más adecuadas para desarrollar programas concretos de E.A., partiendo además en su caso de un centro de interés tan atractivo para los jóvenes como es el río. Tal vez el mayor problema es conseguir educadores formados en este campo, pero espero, dado el actual interés por el tema, que esta carencia se subsane en poco tiempo.

Recuerdo que, hace unos años, tuve una discusión con un pescador en las márgenes del Alto Tajo en el curso de la cual se me acusó, como integrante del colectivo de pescadores con mosca artificial, de estar dejando al río sin truchas. Yo le contesté que practicaba sistemáticamente la pesca sin muerte, a lo que mi interlocutor replicó diciendo, más o menos, lo siguiente: «¿Y eso a mí que más me da?. Lo más seguro es que las truchas que usted ha soltado ya no vuelvan a picar, y si no pican a mi me da lo mismo que estén en la sartén o en el río». Independientemente de que las truchas liberadas sí pueden pescarse de nuevo (lo que desde la apertura de los cotos sin muerte se tiene mucho más claro) creo que aquella frase encerraba las claves para descubrir buena parte de la culpa que la educación tradicional (o la ausencia de una Educación Ambiental) tiene en el sistemático despilfarro de los recursos naturales del río. Es ese modelo egoísta de relación con la naturaleza, que considera que su función principal (o única) es la de proporcionarnos materia prima, y esa ignorancia (o ese olvido) de los principios biológicos más elementales (es evidente que aunque las truchas soltadas no picaran sí podrían reproducirse) lo que creo que se debe modificar urgentemente.

Esta anécdota sirve, además, para ilustrar otro aspecto de nuestra relación actual con la naturaleza en general, y con los ríos en particular, que sufre las consecuencias de una educación gestada cuando la situación era muy distinta. Creo que todos estaremos de acuerdo en que, en nuestro país, el principal valor social de aquellos ríos privilegiados que conservan todavía buena parte de sus valores naturales no es precisamente el ser productores de bienes de consumo, sino el ser base de actividades lúdicas de todo tipo, tan importantes como pueda ser una correcta alimentación para el armónico desarrollo del ser humano (¿y cómo tasar el beneficio espiritual que supone contemplar una corriente limpia y viva, o, por el contrario, el perjuicio de la compañía permanente de cloacas corriendo por los cauces de lo que antes fueron ríos?). Sin embargo todavía muchas personas siguen valorando sus acercamientos al medio natural por los resultados materiales obtenidos, a pesar de que en estrictos términos de costes-beneficios el balance sea casi siempre desfavorable para la mayoría de nosotros. Y si bien esta actitud pudiera tener cierta base genética, hace tiempo que en nuestra especie la cultura sustituyó a los genes como base para el aprendizaje de pautas de conducta.

Aunque ya se desarrollan programas de E.A. relacionados con los ríos, lo cierto es que aún es pronto para hablar de resultados concretos (hay que tener en cuenta que las escuelas de pesca que enseñan no sólo técnicas sino también lo que es el río, cuáles son sus problemas y cómo podemos solucionarlos, llevan funcionando apenas un lustro), pero basta leer las cartas al director de las revistas especializadas para constatar un aumento de la preocupación de los lectores por asuntos medioambientales.

Estamos apenas comenzando a dar el primer paso. El conseguir modificar esquemas mentales tan arraigados como los que en este caso están en juego (estrechamente emparentados con otros asimismo indeseables, como el sexismo o la xenofobia) no es labor para unos pocos años, y seguramente requiera el trabajo intenso de varias generaciones.

La AEMS está ahora a punto de iniciar un ambicioso proyecto en este campo que espero que pueda servir algún día como punto de referencia para otras asociaciones similares. El nuevo programa «Adopta-un-Río» consta de varias fases, la primera ha sido la elaboración de una guía de apoyo, y quiere dirigirse no solo a pescadores, aunque la pesca puede ser una motivación importante, sino a todas aquellas personas (principalmente los jóvenes) que quieran adquirir conocimientos básicos para comprender, valorar y, sobre todo, amar esos apasionantes, maltratados y desconocidos ecosistemas que son LOS RÍOS.