Sufriendo todavía este larguísimo verano, en el año más seco de los últimos 60, empezamos a mirar el cielo esperando las lluvias de otoño, que si tampoco llegan a su hora confirmarán los peores augurios: que hemos entrado en un nuevo período seco de insospechada duración. Recordemos la pertinaz sequía que asoló el país en los primeros años 90. Luego las lluvias volvieron y afortunadamente se quedaron, y vivimos una década de normalidad e incluso de bonanza hidrológica que dejaron aquel episodio en una mala pesadilla.

Entonces ya tuvimos que entrever los graves problemas y carencias del país en materia de aguas y haber hecho las oportunas previsiones, pero nuestros gobernantes volvieron a malinterpretar la última lección de la naturaleza y como solución plantearon más de lo mismo. Siguió así una política irracional e insostenible que permitía e inducía el derroche, ofreciendo o prometiendo más y más agua subvencionada a base de grandes infraestructuras hidráulicas con cargo a los presupuestos. Y estos años de lluvias llenaron los embalses, pero raramente favorecieron la vida en los tramos regulados, porque los caudales se han seguido soltando como siempre, en función de las concesiones, sobre todo de riego o hidroeléctricas. En España, la agricultura hoy se lleva en torno al 80% del agua embalsada que no se pierde en las conducciones, la industria el 15% y la demanda urbana sobre el 5%. Es evidente que la mayor parte de este agua se va en una política agraria que hoy está abocada a un profundo cambio. De los caudales que salen de los embalses para mover las turbinas hidroeléctricas se habla poco, pero es una forma más de dilapidar esas reservas que, según nos han dicho siempre, si no se retienen se acaban “perdiendo en el mar”. Luego se niegan caudales ecológicos al río, y mientras se pide “solidaridad” a los arroceros de los deltas que ven como sus tierras se salinizan por la intrusión marina, o a los pescadores de bajura, que han visto arruinarse las pesquerías, por la reducción de los caudales y la escasa aportación de sedimentos y nutrientes, retenidos en los embalses…

A pesar de que ya hace muchos años que grandes zonas del país padecen una grave desertificación, incluso en las regiones más secas se generaban falsas expectativas de agua traída de otras cuencas, se hacía la vista gorda con el creciente “pinchazo” de acuíferos para regar ilegalmente, y se cedía ante cualquier demanda de agua, por insensata que fuera, vaciando los embalses y otorgando nuevas concesiones. En numerosos casos se ha ido gastando el agua según llegaba a los vasos, sin dejar que se llenaran para cumplir una de sus principales funciones declaradas: reservar “excedentes” que garanticen el abastecimiento, especialmente en tiempos de “vacas flacas”. Pero esta vez las lluvias no han llegado, y la renta se ha dilapidado de tal forma que en sólo un año de grave sequía ya tenemos la cuenta del agua en números rojos en buena parte del país. Somos los campeones mundiales en embalses y queríamos construir más, pero al primer año seco ya se nos anuncian restricciones. Algo no encaja.

Ahora la sequía es dramática, y puede empeorar. La falta de agua también altera la pesca y sus escenarios. De hecho, en las comunidades autónomas más afectadas, por ejemplo Castilla-La Mancha, ya arrancando el verano se han adoptado medidas excepcionales, cerrando tramos a la pesca e incluso trasladando poblaciones de peces o cangrejos (autóctonos) para evitar mortandades. ¿Qué podemos hacer? Por un lado, como ciudadanos, tomar conciencia del problema y actuar en consecuencia, ahorrando agua y energía en la medida que podamos. Por otro, como pescadores responsables, en estas circunstancias lo mejor es confiar en los técnicos y aceptar y apoyar las medidas que hayan tomado o deban tomar para minimizar daños a la fauna y la flora acuáticas. También podemos aplicarnos cierto autocontrol, evitando pescar en los lugares más afectados por la sequía, donde los peces bastante tienen con soportarla.

Y en la prolongada seca también se nos desvela la intrincada relación de todos los hilos en la red de la naturaleza. Recordamos ahora el terrible incendio del pasado julio en el Alto Tajo, donde sequía, imprudencia, viento y gestión forestal se aliaron en una tragedia que, sin duda, tendrá también consecuencias para la vida acuática cuenca abajo. Porque los grandes incendios no sólo queman el monte, sino también el río. Las lluvias que lo alimentan, tras un gran incendio y por largo tiempo vierten torrenciales, ácidas y cargadas de sedimentos, pudiendo llegar a matarlo. Los pescadores también somos excursionistas, y aparte de no hacer hogueras o barbacoas donde y cuando no se debe, deberíamos evitar arrojar colillas, vidrios, latas y otras basuras inorgánicas en los lugares de pesca, que además de respetar a la naturaleza y a nuestros semejantes, tentaremos un poco menos a ese diablo de fuego que en la seca acecha para arrasarlo todo.

Publicado en el nº 108 de Federpesca, octubre de 2005