OBITUARIO JOHN GIERACH

 

Por José Ramón Rodríguez, Argibay.

    El pasado día 3 de octubre nos ha dejado John Gierach a la edad de 78 años, víctima de un infarto fulminante.

   Había nacido en Glenwood, Illinois (USA), en 1946, y vivió durante gran parte de su vida en el estado de Colorado, donde se instaló para estar más cerca de la buena pesca… y también de la buena caza, pues era además un buen cazador tanto de pelo y pluma como de caza mayor.

   John Gierach será recordado por sus 23 libros de relatos de pesca –trufados con alguno que otro de caza- y sus innumerables colaboraciones y artículos en revistas de pesca norteamericanas. Fue un autor poco conocido por los pescadores españoles porque ninguna de sus obras ha sido traducida al castellano, y eso mismo impide que en nuestro país nos hagamos una idea clara de la verdadera dimensión de John Gierach como escritor. Sin embargo, en USA era un autor poco menos que venerado, y en Francia se le admiraba gracias a que la editorial Gallmeister publicó 17 de sus obras traducidas al francés.

   Porque –al menos en la opinión de un servidor- era casi imposible no admirar a John Gierach. Su estilo sencillo y directo, su habilidad para llegar al fondo de los temas -cualquiera que fuera el tema que tratase-, su apabullante experiencia práctica no solo en la pesca, sino en un tipo de pesca a la que podríamos calificar “de supervivencia”, pues se iba de casa para varios días a pescar en lugares recónditos y poco o nada pisados, provisto las más de las veces de su caña –era un fanático de la pesca con bambú-, su carrete, una mochila con lo indispensable –en la que incluía su inseparable cafetera-, su vadeador y unas pocas moscas, pues era poco partidario de cargar con docenas de cajas y modelos.

   Nada que tuviera aletas y viviera en las aguas dulces le era ajeno. Pescó todos los salmónidos norteamericanos en la región donde vivía, en la Columbia Británica, en la península de Labrador, en Alaska, y hasta hizo sus pinitos con el salmon atlántico en Escocia. Tambien pescó toda clase de peces de aguas estancadas que pudieran vivir en su país: black bass, varias especies de percas, lucios, carpas, y hasta se aventuró en la exótica pesca del gar, también llamado alligator fish, un pez que tiene una boca que mete miedo y que vive en los ríos cenagosos de los estados de Texas y Luisiana.

   ¿Qué hacía tan atractivo a John Gierach como escritor? Creo que lo principal era su habilidad para transmitir sus vivencias y opiniones; una habilidad que conseguía que el lector tuviera la sensación de que, en vez de estar leyéndolo, estaba escuchando sus relatos de viva voz mientras ambos se tomaban una cerveza. A veces Gierach decía exactamente lo que el lector pensaba, pero con frecuencia decía cosas totalmente inesperadas y llenas de lógica y sentido común. Por ejemplo, era un gran amigo de sus amigos y estaba orgulloso de ellos, entre otras cosas porque “… todos pescan mejor que yo, pero no lo bastante como para humillarme”.

   Sentía respeto por los peces y devolvía al agua la mayoría de sus capturas, pero como buena parte de su vida vivió de sus propios medios y había que comer todos los días, guardaba peces salvajes y caza en el arcón congelador para tener un suministro regular de carne y pescado.

   No era un radical de la pesca sin muerte. Defendía esta forma de pescar, pero advertía: “Llega un momento en que os volvéis un verdadero extremista a este respecto. Os pone de los nervios que hasta los anti-cazadores más virulentos no se preocupen por la muerte de los peces, o que los vegetarianos trampeen con sus reglas para comer lo que vive en el agua. Esto, os dais cuenta, es debido al hecho de que el gran público no ve a las truchas como criaturas hermosas y simpáticas. Evidentemente, el gran público se equivoca. Y empezáis a sentiros incomprendidos.

   Este sentimiento puede perdurar durante años, y en algunos pescadores se calcifica en la creencia de que el hecho de matar una trucha es un asesinato. Pero tal vez un día, sin pensar en ello realmente, después de haber visto el camión de la granja piscícola vaciar su cargamento una mañana temprano, iréis al lago y volveréis a casa llevando vuestro cupo autorizado de peces de criadero —criaturas pálidas y de aspecto enfermizo dotadas de una raya violácea allí donde las truchas salvajes exhiben una raya rosa vivo—. Y no os sentiréis tan mal.

   Envueltas en harina de maíz y fritas con mantequilla, están comestibles; un poco como el pescado empanado cuadrado, pero con un placentero y pequeño punto de amargura.

   Esas misma temporada, o tal vez la siguiente, guardáis dos truchas salvajes para lo que llamáis una cena de vivac «ceremonial», haciendo valer que se trata de pequeños salmones de fontana sacados en aguas superpobladas. Están buenos. Están deliciosos.

   Llegáis a comprender que debéis matar algunos de vez en cuando porque esta historia de observación, de engaño, de astucia y de poder es una historia de muerte. Matad dos —tres si son pequeñas— fría y eficazmente, y si de verdad debéis comentar vuestro gesto, decid algo así como: «He aquí un bonito lote de peces».

 

   Recordaba con nostalgia sus comienzos en la pesca con mosca, siendo muy joven: “He comenzado a pescar con mosca hace el suficiente tiempo como para que no me acuerde exactamente de cuándo fue, pero me acuerdo de que entonces sentía la fascinación habitual del novato por los equipos y chismes misteriosos que rodean esta actividad. De hecho, fueron sin duda el material y los atavíos exóticos los que me atrajeron al principio hacia este deporte. Ya había pescado con lo que yo llamo hoy «material no mosquero», y los pertrechos que cargaban los pescadores con mosca me parecían a la vez magníficos y diferentes, como un juego de llaves que abriera las puertas de un mundo desconocido. Quedé claramente embrujado por el ambiente incluso antes de empezar, razón por la cual, en efecto, comencé.

   Por supuesto, como todas las cosas de esta clase, fue más complicado de lo que había imaginado al principio. Vuelvo a verme entrar en una tienda y anunciar que había venido a comprar una caña de mosca.

   — ¿Qué tipo? —preguntó el tipo detrás de su mostrador.

   — ¿Quiere usted decir que hay diferentes clases?

   Pedí una caña del tipo clásico tradicional, y me encontré con una caña de fibra de vidrio de 7,5 pies para línea 6 equipada con un carrete Pflueger Medalist. Dejé de lado la que podías transformar en caña de lanzado procediendo a algunas complejas manipulaciones por el lado de la fijación del carrete. Después de todo, era un purista.”.

   De la relación del pescador con las truchas pensaba que “El mito de la trucha astuta fue inventado por los pescadores para servir a su propia gloria. Ser incapaz de clavar una venerable fario llena de sabiduría es una cosa; hacerse ridiculizar por una viscosa criatura sub-reptiliana de sangre fría que no dispone de las más débiles luces de conciencia imaginables es otra, si no humillante, al menos de un tipo sobre el que más vale callar. Las truchas son astutas, os lo digo yo. Jodidamente astutas.

   Desde un punto de vista factual, la visión que tenemos de las truchas es probablemente tan falsa como la que ellas tienen de nosotros, pero las ideas folclóricas que nosotros alimentamos sobre ellas son útiles, y en este sentido, correctas. Si montáis un estrímer y pescáis con él de una manera concebida para volver locas a las farios que están frezando y, en el curso de los eventos, conseguís clavar algunas, por Dios, es que esas truchas estaban locas. Fin de la discusión.”.

   Aclaremos que en algunos ríos de USA se puede pescar durante la freza de los peces.

   Practicó muchas modalidades de pesca con mosca, y uno de sus relatos, titulado Tratado del zen y del arte de la pesca con ninfa, lo empezó así:

   El estudiante: «Maestro, ¿cómo se sabe cuándo la trucha ha tomado la ninfa?».

   El maestro: «La luna se refleja en el agua calma, hijo».

   El hombre que me enseñó el arte de la pesca con ninfa, no es un maestro zen y no acostumbra a dar este tipo de respuestas. No; más bien dice cosas que, en la lengua del siglo XX, vuelven un poco a lo mismo:

   El estudiante: «Entonces, ¿cómo haces para saber que has tenido una picada?».

   El maestro: «¿Cuánto has pagado por ese carrete?».

   La estricta mecánica de la pesca con ninfa con una línea corta no tiene nada de complicado o difícil —en realidad ni siquiera tenéis que saber lanzar una mosca—, pero detectar la picada de una trucha invisible sobre una mosca invisible es una de las cosas más arduas que un mosquero deberá aprender a hacer. Es un arte que se basa ampliamente en la intuición y en la capacidad de ver cosas que no son inmediatamente visibles, o más bien en ver cosas que no tienen una manera propia de ser visibles”.

   Era un apasionado de la pesca con cañas de bambú. Lo fue toda su vida de mosquero, quizá porque empezó a pescar con mosca en una época en la que aún no había cañas de grafito, y la fibra de vidrio no era muy superior al bambú. Compró, vendió y volvió a comprar cañas de afamados rodmakers, siempre de segunda o tercera mano porque su magra economía –lo que ganaba lo gastaba en pescar- no le permitía acceder a cañas de bambú de alta gama nuevas. Eso sí, hizo amistad con algunos buenos rodmakers y tuvo acceso a muy buenas cañas adquiridas por un precio algo inferior a –como decía él- la piel de su culo. Lo contaba así:

       “Me empezaron a gustar cuando la época en que se las consideraba como el non plus ultra tocaba a su fin. Durante años, la única auténtica alternativa había sido la fibra de vidrio, un material del todo correcto, resistente, práctico y barato, pero al que faltaba un cierto qué sé yo que hace a los objetos de calidad y de prestigio. Arnold Gingrich pescaba con cañas de bambú, igual que Charles Ritz. Los viejos números del Fly Fisher Magazine están rebosantes de fotos de grandes truchas yacentes sobre la orilla al lado de una hermosa caña de bambú. (Las fotos de peces muertos que yacen sobre el suelo están pasadas de moda desde hace algunos años). En aquella época —no tan lejana— las buenas cañas de bambú refundido confeccionadas por los mejores fabricantes ya no eran baratas, aunque lamento en la distancia no haber pulido todo lo que tenía para regalarme una Leonard”.

         “Compré mi primera caña de bambú, una Granger Victory, más o menos en el momento en que el carbono salía del molino de los rumores para ver la luz del día. Aunque no era algo de lo que se hablase, a partir de entonces era posible ir a ver algunas en las estanterías de ciertas tiendas de pesca con mosca. Eran largas, muy finas y muy negras. Tenían esa apariencia a la vez frágil y mortal que caracteriza a menudo a los productos de la tecnología moderna”.

   También sentía esa aprensión que tienen muchos mosqueros de aquí cuando llega a sus manos una caña de bambú refundido: cuanto más buena es la caña, menos se atreven a usarla. Sobre esta sensación escribía:

     “De las tres personas que conozco que poseen una Payne, una utiliza la suya regularmente para pescar —hasta el punto de que ahora necesita ser restaurada por segunda vez—, y las otras dos pescan con las suyas de forma extremadamente ocasional. Imagino que si tienes un Rolls Royce Silver Cloud debes dejarle tomar el aire de vez en cuando —si hace un tiempo seco y soleado, y en carreteras poco frecuentadas—, pero sin duda te abstendrás de servirte de él para transportar leña para la calefacción”.

   “Me gusta pescar con buenas cañas, y consigo hacerlo sin sufrir en los otros campos de mi vida, pero cada vez tengo más la sensación de que eso no durará; que en algunos años sólo las personas ricas, o aún más locas que yo, podrán comprarse ese lujo. Este tipo de sensación —como la sospecha de que no se fabrican buenos pick-ups desde hace quince años— quizá no sea más que un síntoma de los años que pasan y de la edad que avanza. Si tal es el caso, entonces Carly Simon tenía razón cuando decía: “Los buenos viejos tiempos son ahora”.

   Intentó hacerse montador de moscas profesional, pero llegó a la conclusión de que aquello no estaba hecho para él, pues le apasionaba la independencia y el poder ir a pescar cuando quería sin sentirse atado al torno, a la llegada de los cheques de pago o a la interminable compra de material de montaje.

   “Mi primera mosca fue un verdadero desastre y cayó directamente en el gran bote de confitura que guardo a este efecto sobre una estantería por encima de mi mesa de trabajo. Cuando tengo una capa de cuatro o cinco centímetros de moscas fallidas en el fondo, las dono anónimamente a la lotería del club de pesca local.

   La segunda fue aceptable y la tercera fue más bien chula, a pesar de todos sus defectillos. Media hora más tarde había alcanzado más o menos mi velocidad de crucero […].

   No, no detesto el montaje de moscas; sólo es que, como todos los curros, hay días con y hay días sin. Cualquiera que sea la manera en que consideres la cosa, montar moscas por dinero es una clásica aventura de emprendedor con todos sus problemas aferentes: los cheques sin fondos, los cheques que uno no recibe nunca, los períodos fastos, los períodos de vacas flacas, los plazos que cumplir, las inversiones, el mal humor de algunos clientes, y los días en que dices que habrías hecho mejor quedándote en la cama. Desde que conviertes un hobby en un oficio, cambias de mundo”.

 

   “Lo que no quería era pasar horas y horas trabajando como una mula inclinado sobre un torno ardiente. Eso me recuerda el coqueteo que tuve en otro tiempo con la idea de hacerme guitarrista de rock —me gustaban el dinero, las chicas y las cervezas gratuitas, pero no estaba dispuesto a pagar el precio practicando con mi instrumento cuatro horas al día”.

   La pérdida de peces se la tomaba con una notable dosis de filosofía. De hecho, en USA Gierach es considerado fundamentalmente un filósofo de la pesca:

   “La trucha tomó tranquilamente la mosca; esperé durante el tiempo de un latido del corazón, y clavé. Aquello era magnífico. Hubo una sonora salpicadura y sentí al pequeño anzuelo cosquillearle en la boca y soltarse. Es ahí cuando recuerdas que ningún pez, en ninguna parte, te debe nada, pero aun así era una trucha con la que iba a soñar aquella noche. En mi sueño sería mucho, mucho más grande y sería más que una simple trucha, de forma que su pérdida sería definitiva y trágica. Podría ser de esos sueños en los que me despierto sudando y vago por la casa a las tres de la mañana chocando con las paredes y pisando a los gatos. (Sueño a menudo con peces. También con sexo al lado de la chimenea, con el mismo poco éxito)”.

   Le daba su importancia a la meteorología, pero no sufría demasiado por ella:

“La meteorología no es el único elemento que puede empeorar durante una expedición de pesca, pero figura en lo alto de la lista, razón por la que los pescadores mantienen con ella una relación casi patológica en la que el amor se pelea con el odio. Si existiera la pesca perfecta, exigiría una meteorología perfecta. En realidad, el tiempo no debe ser ni demasiado cálido ni demasiado frío, ni demasiado húmedo ni demasiado seco, ni demasiado soleado ni demasiado nuboso, ni demasiado ventoso ni demasiado tranquilo, y los raros días en que las condiciones son ideales, sabemos que no podrán durar. Como toda buena comedia, la pesca es casi totalmente un asunto de timing”.

   Esta breve semblanza de John Gierach a través de algunos retazos de su obra podría ser mucho más larga, pues tocó prácticamente todos los palos que afectan al pescador con mosca. Me consta que hay algunos que, cuando se sienten aburridos o no pueden salir porque hace un día de perros, o quieren mejorar un poco sus ánimos, cogen un libro de Gierach –cualquiera de ellos-, lo abren por cualquier página y se ponen a leerlo. Y se van a pescar con Gierach por la América profunda, donde invadir una finca sin permiso puede suponer un riesgo real de muerte a tiros; donde hay que negociar con los propietarios para poder pasar una tarde de pesca y tener muy claro que “no es no”; donde hay que mirar donde uno pisa porque puede haber serpientes de cascabel que avisan poco; donde hay tortugas mordedoras que pueden pincharle a uno el pato a 200 metros de la orilla; donde hay que ir silbando, cantando o haciendo ruido por aquello de los osos…O lo acompañarán a alguno de esos riachuelos de montaña que él ha descubierto en un mapa militar, donde entre unas curvas de nivel muy estrechas hay dibujada una línea de puntos… O le ayudarán a seleccionar el material de pesca para alguna de sus expediciones al Labrador o a la Columbia Británica en compañía de sus inseparables A.K. Best y Koke… 

   Ya al segundo o tercer párrafo asoma a los labios del lector una sonrisa, pues el escritor lo impregnaba todo con un sutil sentido del humor que a nadie se le escapa. Y a la media hora de lectura ha desaparecido el aburrimiento, el ánimo ha mejorado… y puede llover todo lo que quiera.