por José Ramón Rodríguez (Argibay)
AVENTURAS –Y DESVENTURAS- DE UN PESCADOR DE RÍO… EN EL MAR (II) LUBINAS “ON THE ROCKS”
17/08/2017
La playa de Bastiagueiro dista del pueblo de Santa Cruz poco más que mi casa de Ourense de la postura del sauce en mi querido río Miño. A las 06:45 ya estaba con los pies en la arena, fascinado ante el espectáculo de la marea baja con las olas rompiendo lejos y con bastante fuerza, y, al fondo, las luces de la ciudad de A Coruña. Tenía en la mano la caña de dos manos montada y provista de un estrímer, y comencé a lanzar en la penumbra. Con cada lance, en vez de una codiciada lubina traía un manojo de algas que por kilos y kilos depositaba la marea en la rompiente de las olas. Se perdía mucho tiempo quitándolas, y al siguiente lance se enganchaban otras tantas, si no más.
Pensé rápido. Si quería aprovechar el momento entre luces, no podía seguir manejando la caña de dos manos; y eso lo pensé con dolor del corazón, pero también con realismo.
Di media vuelta y, a paso rápido, me dirigí al coche. Plegué el “arma larga” y cogí la caña de lanzado, a la que equipé con el exitoso popper.
La bajamar me permitió trotar por las rocas y tantear unas posturas muy sugerentes. No llevaría hechos media docena de lances cuando un pez atacó al popper pero no se clavó. Insistí, y unos lances después clavé una lubina cuarentona que peleó con gran fuerza pero terminó en la cesta.
La luz aumentaba poco a poco y los ataques al popper se sucedían. Saqué tres lubinas pequeñas —la medida legal está en 36 centímetros— que devolví al mar, y un pez aguja que presentó una nerviosísima pelea. Bueno, no debería decir que lo saqué, pues cuando ya estaba en la orilla y me disponía a levantarlo, se soltó. Por la inercia del cabreo que tenía —me refiero al pez aguja—, pegó un salto y quedó en seco, en las rocas. Siguió meneándose y volvió al agua. Cuando yo creía que saldría zumbando mar adentro, dio otro salto y cayó de nuevo en seco, a mis pies. Me agaché, lo cogí y, ya que ése parecía ser su deseo, lo metí en la cesta y aquí paz y después gloria… gastronómica, pues estaba delicioso.
En todas las posturas desde las que lancé, hubo ataques al popper. Muchos de ellos parecían rechazos; otros eran arremetidas fallidas, y en algunos el pez se clavaba y después se soltaba.
Saqué otra lubina hermosa que acompañó en la cesta a la primera, y poco después tuve una picada en la que trabé lo que me pareció un pez que hacía una defensa muy extraña. Lo fui trayendo, intrigado por tan raro comportamiento, y mi presa consiguió meterse detrás de una roca emergente. Me costó sacarla de allí, pero al final salió y pude ver no una lubina, sino dos. ¡Ambas habían atacado al popper al mismo tiempo —o quizá una después de la otra, disputándole la comida—, y se habían clavado: una por la potera delantera y otra en la de cola!
Nunca me había pasado algo así, y, para no quedar por mentiroso cuando relatara mi aventura a los amigos, les hice unas fotos aún en el agua y otra ya sobre las rocas. Uno de los peces era pequeño y volvió al mar; pero guardé el otro, que era hermoso.
Dejé las rocas y exploré la playa hasta llegar a su otra punta, que, aunque en ella saqué otra lubina pequeña, era de peor calidad que la del extremo derecho.
La marea estaba subiendo, eran las 09:30 y me pareció muy buena hora para irme a desayunar y hacer la compra. Habían sido algo más de dos horas perfectas, pero no podía dejar de pensar en la caña de dos manos y en mi intento frustrado de pescar una lubina con ella. Seguiré intentándolo en mejor lugar…
SIGUE LA EXPLORACIÓN
18/08/2017
Volví a madrugar y, después de tantear la postura de la playa de Bastiagueiro con marea baja, comprobé que los peces se mueven muy poco con ella cuando la mar está agitada. Además, ayer había peces pequeños en la zona y seguramente ésta fuera la razón de que hubiera tantas lubinas por allí. Hoy no se veían los peces-pasto, y las gaviotas no sobrevolaban la superficie mirándola con atención. Sólo vi dos remolinos detrás del popper, uno de ellos bastante grande, pero ninguno de los peces se clavó.
Probé a lanzar un par de rapalas hundidos y descubrí que delante de las rocas había un bosque de algas cuya altura llegaba a un metro o metro y medio de la superficie. Esta circunstancia, unida a la permanente presencia de arrastre de pequeñas algas —los servicios de limpieza retiran todas las madrugadas algunos quintales de ellas en la playa—, hacía que siguiera siendo imposible manejar allí la caña de dos manos.
Me trasladé a la playa de los nudistas. Con la bajamar, las rocas emergidas llegan muy lejos mar adentro y la zona de aguas bajas con fondo rocoso hace que ese lugar sea muy malo para pescar con marea baja, aunque quizá sea bueno para ir registrando las oquedades de las numerosas charcas con tres metros de caña de coup, un plomo pequeño, un anzuelo del 16 y trozos de mejillón como cebo, en busca de cobítidos —unos gobios marinos a los que aquí llaman lorchos— y maragotas que hacen una excelente sopa de morralla y dan una pesca muy deportiva y extraordinariamente divertida: se trata de ir poniendo el cebo en el fondo, en el umbral de las oquedades donde se guarecen los lorchos y maragotas. El inquilino, al ver el cebo en la puerta de su casa sale disparado, lo atrapa y vuelve a meterse para adentro rápido como un rayo. Se trata de estar muy atentos, clavar y tirar antes de que el pez consiga encuevarse, lo que supondría perder el anzuelo y el pez.
Sin mayor éxito, di por terminada mi sesión de pesca de un par de horas.
Por la tarde, mientras mis queridas solistas quedaban tostándose vuelta y vuelta en la playa de Santa Cruz, fui con el coche hasta el pequeño puerto de Lorbé, donde, durante un breve paseo familiar el día anterior, vi algunos pescadores y pescadoras acosando a las caballas con gruesos trozos de boquerón o sardina como carnaza, pescando a corcheo, y también vi que debajo de las barcas se refugiaban grandes bancos de peones —también llamados aquí piardas— que a su vez eran acosados por las caballas. Con peón vivo se pescan lubinas, y con él muerto, caballas. Además de constituir un buen cebo, los peones hacen una excelente fritura, pues su carne es muy fina y sabrosa. Precisamente éste era mi objetivo: coger –al menos- un ciento de ellos con mi material de pesca al coup de minitallas.
Como en tantas otras cosas en la vida, puede haber mucha diferencia entre la concepción de una idea y su puesta en práctica, y, como en el cuento de la lechera, di por pescados los peces que estaban por pescar y me llevé un chasco, pues sólo saqué media docena de peones que volvieron al agua porque, por muy sabrosos que fueran, darían una magra fritura y hasta el gato que merodea por la casa habría quedado con hambre comiéndolos todos.
Los peones que poblaban aquel espesísimo banco no pensaban en llenarse el estómago, sino en evitar llenárselo a las caballas, que los pastoreaban de una forma parecida a como lo hacen los black-bass con los pequeños grupos de bogas. Las caballas pasaban de vez en cuando a muy poca distancia de mí con su natación muy rápida; los peones se apartaban con prudencia pero no huían despavoridos, lo que me llevó a la conclusión de que sus depredadoras no tendrían mucha hambre. De hecho, en las tres horas y media que estuve allí sólo vi sacar una caballa.
Esa misma conducta de los peones la he visto en el Miño en las bandadas de bogas cuando merodea una trucha grande que no tiene hambre, y esta actitud la tengo documentada en una espectacular foto —no por su calidad, sino por su contenido— que hice hace unos años desde la escollera de las termas de Outariz: una trucha de unos cuatro kilos ocupa el centro de un banco de bogas que forman un anillo a su alrededor, a una distancia bastante corta.
Me sorprendió la cantidad de jóvenes y mujeres que veía pescando. Uno de ellos estaba intentando pescar peones para utilizarlos como cebo vivo para las lubinas —a su lado tenía una pequeña cesta-vivero— y, aunque suene mal decirlo, me consolaba bastante el hecho de que tuviera el mismo poco éxito que yo. Mal de muchos…
Casi todos los pescadores presentes tenían, en posición de reposo, cañas específicas para pescar calamar ya armadas con sus respectivas poteras o jibioneras. Eran cañas de grafito muy finas y ligeras, de unos 7,5 a 8 pies de longitud, provistas de una doble empuñadura: la inferior para cogerla con la mano izquierda al lanzar. También tenían una puntera muy fina y sensible para sentir la picada de calamares y chocos, pero muchísimo nervio para lanzar lejos la potera. Solían empezar a pescar con ellas a última hora de la tarde, y pude ver cómo manejaba la suya uno de los jóvenes. La clave parecía estar en darle tironcitos breves a la línea para transmitirle vida al señuelo, y, al parecer, el éxito dependía de la buena mano del pescador, de la calidad de la potera —las japonesas no llegan a los 2 euros mientras que las artesanales, hechas por gallegos o asturianos, oscilan entre los 20 y los 30 euros.
Un día le pregunté a Alberto, de Deportes Cibeira de Santiago, qué diferencia había —aparte del precio— entre las poteras japonesas y las de aquí, y me contestó a la gallega con otra pregunta:
— ¿Qué diferencia hay entre los tricópteros que montas tú y los comerciales?
Sabiendo que él apreciaba mucho los míos, pues cuando se los montaba le daban grandes resultados, le respondí lo más honradamente que pude:
— ¡Psssé…! Depende de la mano que los maneje.
— ¡Pues eso! —respondió.
Sospecho que no esperaba mi respuesta.
Aunque a la hora de la cena no hubo fritura de peones, volví contento a casa porque esa tarde había aprendido mucho. ¡Y lo que me quedaba por aprender!