AVENTURAS –Y DESVENTURAS- DE UN PESCADOR DE RÍO EN EL MAR (III)
EL DÍA DE LA MARMOTA… MARINA
19/08/2017
por José Ramón Rodríguez
A las 07:15 hacía mis primeros lances, de nuevo en la esquina derecha de la playa de Bastiagueiro y con la marea terminando de bajar. Había mucho más oleaje que ayer, el agua estaba más turbia y los restos de algas eran más abundantes. Además del consabido popper, probé dos modelos de paseantes cuya acción no me gustó nada. Sin embargo, la del que manejaba ayer por la tarde en el puerto de Lorbé uno de aquellos jóvenes me pareció fascinante: sigo viendo aquel vivo culebreo en la superficie marina y los constantes meneítos que le imprimía el joven pescador a la puntera de su caña, y me acordé de lo que le dije a Alberto de Cibeira: «Depende de la mano que lo maneje…». Se ve que la mía aún está muy torpe manejando paseantes.
Volví a mi querido popper, que me inspiraba mucha más confianza, y poco después tuve una picada de un pez que se clavó sólo durante unos segundos, los suficientes para que supiera con seguridad que se trataba de uno grande. Lamentablemente, se soltó y me dejó elucubrando sobre su tamaño y peso.
Unos veinte minutos después de repetidos lances infructuosos, vi que llegaba a las rocas un hombre mayor provisto de dos pequeñas pértigas de plástico blanco, de algo menos de un par de metros cada una, equipadas con unas extrañas y pequeñas bolas blancas en uno de sus extremos. También traía un trueiro, que en Galicia es una redecilla parecida a un cazamariposas que se usa, en sus tamaños pequeños, para pescar camarón. Esto ya lo tenía yo claro: que aquel hombre se dedicaba a buscar camarones o nécoras; lo que me intrigaba eran aquellos dos instrumentos terminados en una bola poco mayor que una pelota de tenis.
Como quien no quiere la cosa, me acerqué hacia él, nos saludamos y le pregunté qué pescaba.
— Bueno, alguna nécora y algún camarón…
— Y, ¿qué tiene en el extremo de esas dos varas? —las tenía hundidas en el agua. Aquellas bolas desaparecían dentro de una pequeña cueva del fondo.
— Son unas bolsas de tela que contienen sardina y boquerón triturados. Desprenden olor y atraen a nécoras y camarones.
— ¿Cómo funcionan, entonces?
— Ellas acuden a comer, se agarran con las pinzas a la tela; yo retiro despacio la pértiga y las veo enganchadas. Les meto por detrás o por debajo el trueiro, y las saco. Es un método poco conocido que me enseñó hace muchos años un señor muy viejo.
Me habría gustado hacerle unas fotos a aquel hombre mientras manejaba su trueiro, pero no me pareció prudente.
Cuando se disponía a cambiar de postura y cachear otro refugio cangrejero, de reojo capté que una nécora se dejaba ver por un instante debajo de una roca. Entonces tuve un dilema moral: si me chivaba al paisano de la posición de la nécora, era probable que ésta terminara su vida en una cazuela; si no le decía nada al mariscador, me perdería una valiosa clase práctica de cómo se pescaba con aquellos aparejos, pero la nécora salvaría la vida.
Sintiéndolo mucho por ella —por la nécora—, elegí la opción A y le dije al paisano que acababa de ver una nécora, y le señalé por dónde había desaparecido.
Metió por allí, con mucho cuidado, una de las bolas de tela con pescado y esperó medio minuto. La fue extrayendo poco a poco y allí apareció, delante de nosotros, el crustáceo agarrado a la tela: aquella presa iba a ser su perdición, pues literalmente se dejó meter dentro del trueiro sin ser consciente —si se puede decir esto de una nécora— de lo que sucedía.
En fin; el hombre guardó su nécora y se olvidó de darme las gracias, pero me consideré bien pagado con aquella demostración práctica.
Cuando caminaba por las rocas, ya de retirada, vi en una pequeña poza cubierta de algas un movimiento extraño. En aquel pequeño hueco excavado en la roca no cabrían más de dos o tres vasos de agua, pero ¡estaba lleno de camarones! Cogí con la mano tres o cuatro; volví a meterla y saqué otros tantos. Ya picado por la curiosidad, posé los bártulos y me puse a sacar crustáceos, guardándolos en la caja de los poppers y paseantes. La caja terminó casi llena de quisquillas: nunca habría creído que cupieran tantas en tan poco espacio. Aquello me dio una idea…
A FALTA DE LUBINAS…
20/08/2017
Puntual, como en los días anteriores, me presenté al amanecer en mi postura del córner derecho de la playa de Bastiagueiro. Había mucho mar, con fuerte oleaje y el agua muy turbia, y la bajamar estaba muy próxima. Durante unos veinte minutos lancé el popper. Dos ataques de peces pequeños que no se clavaron me dieron esperanzas, pero éstas se esfumaron cuando la marea siguió bajando y cesó cualquier actividad de los peces.
Pensé que en aquellas aguas turbias sería más visible un pez artificial hundido, y probé un par de ellos sin resultados. De todas formas, quedé contento de no haberlos perdido enganchados en el fondo.
Tras una hora de lances infructuosos, la situación estaba clara: los peces no picaban y no tenía a dónde ir; entonces puse en práctica el plan B.
Además de la caña de lanzado, esta vez tenía conmigo un trueiro que durmió en el desván de mi casa durante muchos años. Lo había traído por si algún día iba a pescar calamar, para ayudarme con él cuando una posible víctima saliera del agua enganchada a la potera. Éste es el momento más delicado cuando se tiene clavado un calamar, un chipirón o una sepia en la punta de unos alfileres. Si no me servía para pescar calamar, me serviría para pescar camarones, que son deliciosos hervidos en agua de mar.
Pasé una hora disfrutando como un niño, metiendo el trueiro por todos los recovecos donde hubiera plantas acuáticas y sacando camarones, crías de pinto y unos lorchos pequeñitos y muy simpáticos. Éste es el único pez que conozco que, cuando se le coge con la mano, muerde con insistencia para intentar liberarse o, por lo menos, para vender cara su vida. ¡Y no suelen medir más de doce centímetros!
MINITALLAS AL COUP Y PATEIROS (CON FURTIVOS AL FONDO)
21/08/2017
Convertido el acto en una costumbre más, a las 07:30 volví a pescar con popper en la esquina de la playa de Bastiagueiro añorando aquellas lubinas de los dos primeros días, pero hoy tampoco estaban allí. Seguía habiendo mucho oleaje, el agua estaba muy turbia y la marea, bajando. Probé con un par de rapalas antes de que bajara del todo, pero no tuve ninguna picada.
Hacia las 09:00 vi al hombre del trueiro, que ya había cogido una nécora grande. Me dijo que le haría ilusión ayudarme a sacar una buena lubina, y le dije que a mí también me haría ilusión sacarla, pero ellas no opinaban como yo. Me comentó que hacía un rato que un congrio se le había marchado con una de las varas que contenían la bolsa de cebo. A mí me pareció extraño, y me aclaró que la había dejado, sin atenderla, debajo de una gran roca, y cuando fue a mirar si se había prendido alguna nécora, la vio en el fondo, sobresaliendo sólo un pequeño trozo. Cuando terminó de bajar la marea, la recuperó sin la pelota que contenía el cebo.
También me dijo que a él los congrios le dan miedo porque son capaces de morder, no sueltan la presa y giran sobre sí mismos a toda velocidad como las anguilas, por lo que las heridas que pueden causar son serias.
Nos pusimos a charlar y, como vi que cogíamos confianza, le pedí permiso para hacerles unas fotos a sus aparejos.
— Bueno, espero que no las divulgue mucho —dijo.
— Tranquilo. Sólo son para un diario personal y para que las vea algún amigo. Nada de redes sociales…
Me comentó que tenía dos cuñados que pescaban en río, y uno de ellos lo hacía muy bien con el varal.
— Es un tío afortunado. Se lleva todo lo que pilla; hace varios viajes al coche y nunca tuvo un disgusto con los guardas. Lamentablemente, hace un par de años prohibieron la pesca con el varal y ya apenas va de pesca. Yo ya no voy al río porque no merece la pena ir a por seis o siete truchas, y si pesco lo que quiero tengo miedo de que me pillen y me multen.
Intenté corregirlo y decirle que no prohibieron la pesca con varal, sino que la reglamentaron mejor, precisamente para evitar abusos. No pareció captar la alusión a su cuñado, e insistió en decir que ya no merecía la pena pescar en el río.
Mientras comentaba estas cosas, tenía sus aparejos metidos en el agua. De pronto, hizo un movimiento muy rápido y extrajo el trueiro ocupado con una captura que pareció inesperada.
— ¡Vaya, un pateiro! —exclamó.
Así les llaman aquí a los centollos pequeños. Era un ejemplar de más o menos medio kilo, con su caparazón cubierto de algas que hacían imposible verlo inmóvil —y aun moviéndose— en el fondo.
Lo palpó, y comprobó que estaba bueno para comer. Se volvió hacia mí y me dijo:
— Tenga, se lo regalo. Ya que no ha cogido lubinas, se llevará un pateiro.
Le agradecí el gesto y metí el bicho en mi cesta. Una vez cocido en agua de mar durante sus veinte minutos su exquisito sabor me sorprendió muy gratamente, pues no tenía nada que ver con el de los centollos de criadero.
El hombre se quedó por allí en busca de sus nécoras, y yo plegué la caña y me fui a mis labores: comprar y preparar la comida.
Para la tarde había proyectado pescar en el puerto de Santa Cruz algunas minitallas al coup para hacer una sopa de pescado con lo que en Andalucía llaman morralla: pequeños sargos, algún serránido, alguna maragota, mojarras y algún lorcho.
Cogí la caña de coup corta y bajé al puerto provisto de algunos mejillones pequeños y puntilla como cebo. Di con un grupo de mojarras y sarguitos y saqué algunos, pero las cabrillas —serránidos— se resistieron: buscaban una comida concreta entre las algas y rechazaban mis cebos. También saqué varios peones y peleé una caballa durante unos veinte segundos hasta que se soltó. ¡Qué explosión de nervio y fuerza para su escaso cuarto de kilo!
Nota.- En realidad, la técnica de captura de nécoras mediante el uso de bolsas de pastas-cebo atadas a un palo es muy usada en las costas gallegas por los furtivos, y por quienes quieren capturar unas pocas nécoras de una forma rápida y –relativamente- cómoda.